El caballero de la princesa
Eiko miró con ilusión al guerrero con pesada armadura que las había salvado del Vals y que se inclinaba reverente hacia su amiga. Steiner reparó en la pequeña, y la escrutó con desconfianza; recelaba de cualquier desconocido que tratara con la princesa, no importaba si fuera una niña, un peluche de la casa o alguna alimaña del bosque. Para él, en tanto no supiera de sus motivaciones, todos eran bribones.
Sin embargo, Steiner sospechaba por otra cosa; dada la corta edad de la niña, el asombro que había en sus ojos lo advertía de una inminente insolencia infantil, que ya había padecido con Silky cuando pequeña, y que efectivamente ocurrió en cuanto la Principita exclamó:
-¡Silky, mira! ¡Es el Hombre de Hojalata!