Las aventuras de la Principita Eiko – Cap. 57

Kitsune

 Transcurrieron unos segundos después de que Eiko y Mei Ling atravesaron la puerta torii y dejaron el Río de los Cielos. La Principita, bañada por una luminosidad cálida y amable, como si caminara entre los rayos del sol de la mañana, sintió un cosquilleo que la hizo reír, entonces se sorprendió del otro lado del bosque de bambúes, en el Bosque de los Cerezos. Habían regresado al Castillo de Silky. La pequeña apareció en un sendero empedrado que se internaba entre los cerezos de ramas llorosas que crecían delante y que era iluminado por linternas de piedra. Estaba de noche, no se oía más que los grillos. La niña sintió liviana la mano; la miró y con estupor exclamó:

 -¿Y la sombrilla?

 Mei Ling voló de la oreja de la pequeña y dijo:

 -Con Kaguya, Principita. Mírate.

 Eiko se dio un rápido vistazo. Miró muda a la abeja.

 -Jo, jo. Es que regresamos al castillo. El kimono, las sandalias de madera, la sombrilla de Kaguya, la pintura blanca en tu rostro y los ornamentos para el cabello se quedaron allá, en el país de Ammy. Ahora vistes las aburridas ropas de montaraz que te dio el Bonta, ji.

 La niña se miró con desencanto y comentó:

 -¡Qué lástima! ¡Quería enseñarle el vestido y la sombrilla a Ëlen! ¿Crees que se hubiese reído de mí, con la cara toda pintada como un payaso?

 -Jo, seguro, aunque también habría quedado encantada de verte como una princesita de Kamiki. Pero bueno, es hora de dormir. Mañana nos espera un largo día. ¿Quieres acostarte allí?

 La abeja voló hacia un arbusto de rododendro, uno de los muchos que se erguían hermosos sobre el manto de pétalos que cubría casi todo el suelo. Cerquita, dándole techo, había un solitario cerezo, el único que se levantaba junto al camino antes de que este se viera apretujado por una multitud de ellos. La pequeña aceptó de buena gana. Estaba rendida, así que corrió hacia el arbusto, acomodó la mochila para almohada, sacó la capita que trajo para manta, se descalzó, y tapada hasta el cuello y abrazada a Mogu se echó a dormir. Mei Ling, con la niña dormida, se dispuso a recorrer los alrededores cuando oyó al Bonta, que bramó diciendo:

 -¡Mei Ling! Maldición, ¡por fin! ¿Dónde diablos estaban?

 -¿Dónde más? Llegamos al bosque de bambúes, Issun nos ayudó a atravesarlo…

 Conforme, el peluche dijo:

 -De acuerdo… ¿Cómo va todo?

 -La Principita duerme. El paseo la dejó exhausta y feliz. Pero temo que cuando despierte la abrume la pena.

 -¿Por qué?

 -Sabes que era así con Silky siempre que dejaba a Ammy. La niña sentía como si la hubiesen arrancado de su madre.  Aunque ahora…

 -¿Qué?

 -Cuando salga al sol, algo pondrá feliz a la Principita. ¡Ay, no te imaginas, Bonta!

 -¿De qué diablos hablas?

 -Un regalo de Ammy…

 El Bonta guardó silencio. Dejó que las abejas, es decir, Mei Ling 2, que estaba con él, y Mei Ling 3, que vigilaba a Ëlen, intercambiaran las nuevas con Mei Ling. La abeja, entonces, alegre exclamó:

 -¡O sea que tenemos una nueva Cazadora de Cartas! ¡Cuándo le cuente a la Principita sobre Ëlen y Kero!

 Eiko despertó a media mañana. Era una hermosa mañana de primavera, bulliciosa con las primeras cigarras, el trino de las golondrinas y el croar de las ranas. La pequeña estornudó. Tenía un pétalo de cerezo en la nariz. Lo apartó y se sentó sobre las rodillas. Unos cerezos le cayeron del pelo y las ropas. Río divertida y se sacudió. Vio entonces que Mogu yacía a un costado, también salpicada con cerezos, y la alzó ilusionada. Con el peluche en el regazo, le dio los buenos días y un apretón en la barriga. Para tristeza de la pequeña, Mogu no respondió. Desde que Ammy le había estampado la pata en el cuello que el peluche no emitía ningún «kupo». La abeja, que la miraba con los ojos anegados de dulzura, dijo:

 -Buenos días, Principita. No te preocupes por Mogu. Solo está dormida. Mira, con ayuda de un tanuki amigo te he traído agua para que te laves la cara y fresas para que desayunes.

 Eiko observó el cuenco de madera y preguntó:

 -¿Un tanuki? ¿Qué es?

 -Un animalito del bosque, algo así como un perro que se parece a un mapache. Son muy lindos, y también traviesos. Ese cuenco se lo habrá robado a un guardia del Batallón Pluto, ji.

 -¿Y dónde está?

 -Duerme. Ellos andan de noche porque, bueno, son muy tímidos.

 -¡Qué lástima! ¡Quería conocerlo!

 -Seguro pronto tendrás la oportunidad. Te divertirás mucho jugando con el. Ahora anda y quítate esa cara de dormilona, ji.

 La niña bebió del cuenco de madera que había traído el tanuki. Luego se lavó el rostro. Mientras disfrutaba las fresas, contó, feliz, a Vivi del paseo por Kamiki, en especial de las maravillas que Ammy podía dibujar con la cola, a la que usaba de pincel, y de lo amorosa que era la loba. Pero entonces la niña calló. El rostro se le había ensombrecido, los ojos se le inundaron de lágrimas. Mei Ling, con cuidado, preguntó:

 -¿Qué pasa, Principita?

 La niña negó con la cabeza. Hacía fuerza por no llorar.

 -¿Extrañas a Ammy?

 Abrazando fuerte a Mogu y con el rostro que se le llovía, la pequeña asintió con la cabeza.

 Vivi, acongojado, no supo qué decir. El Bonta cerró los ojos. Mei Ling, por su parte, se sintió desesperada por no poder abrazar a la pequeña. Lo único que podía hacer era dejar que llorara con Mogu. Pero entonces percibió un ligero temblor en las flores del cerezo que tenían a diez pasos, donde el sendero comenzaba a desdibujarse por la espesa capa de flores y hojas y por la sombra de los árboles. La abeja miró alarmada hacia el árbol. Sabía, por lo sensible de sus sentidos, que allí no podía haber una ardilla voladora, un pájaro o un mono, ni siquiera un gato de las montañas. El Bonta preguntó, también preocupado:

 -Mei Ling, ¿qué hay ahí?

 La abeja no respondió. Se había quedado como en sueños, como si no diera crédito a lo que veía. Eiko, sacudida por los gritos del Bonta, dejó de sollozar y miró hacia el cerezo. Temerosa, estrechó contra sí a Mogu. Reclinada con la rodilla derecha en una gruesa rama y con el codo firme sobre la otra, de la que caía lánguida la mano, una criatura menuda la observaba. Vestía, se sorprendió la niña, parecido a ella en Kamiki, es decir, un kimono, solo que le llegaba hasta las rodillas y resultaba más sobrio que el que había usado con su opaco gris, extraños símbolos bordados y una faja amarilla menos ancha que sugería un sencillo nudo mariposa en la espalda. Calzaba largas medias violetas y una suerte de botitas que dejaban al descubierto los dedos. La criatura, sospechó la Principita mientras se admiraba con los cabellos de un celeste cenizo que le caían en cascada, se trataba de una niña, una niña mayor que ella que, no pudo imaginar otra cosa, estaba jugando disfrazada de algo, pues el rostro lo cubría con una máscara blanca. No reparó en el sable de bambú que asomaba de su espalda. Tampoco le fue posible considerar la inquietante belleza de hada que le confería la máscara.

 La criatura llevó una mano a la máscara, que con las orejas en punta y los ojos y bigotes pintados de carmesí recordaba a la cara de un zorro. La Principita preguntó a Mei Ling:

-¿Quién es?

 La abeja, trémula, respondió:

 -Kitsune…

 El Bonta al oírla se levantó de golpe. Pero no dijo nada. Aguardó con los puños apretados sobre la mesa. La criatura se quitó lentamente la máscara. Con delicadeza, la mantuvo de perfil a la altura de la sien derecha, y esbozó una indescifrable sonrisa. La Principita abrió grandes los ojos. No había olvidado ese rostro, hermoso como el de una muñeca, tampoco los entristecidos ojos que tenían el color de los rubíes y que ahora ardían salvajes. Mei Ling murmuró:

 -Silky…

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