La aldea de Kamiki
Issun, parado sobre la cabeza de Ammy, llamó a Eiko y a Mei Ling. El duendecito tenía ante sí la pintura dejada en el suelo y contra las cañas, aquella misma que por sus colores monocromos y sobriedad de tema, no más que bambúes, una senda de piedra y una montaña, había resultado fea a Eiko, y de la cual el mismo Issun, como por arte de magia, había salido.
-Bien, mocosa, no tenemos tiempo, así que nada de preguntas. Anda, toma ese pincel.